jueves, octubre 06, 2005

Memoria y Ficción -Antonio Jiménez Millán-






Papel presentado por Ike Méndez



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SEÑALES DE HUMO
MEMORIA Y FICCIÓN /Antonio Jiménez Millán
En la poética que figura en la antología de Germán
Yanke Los poetas tranquilos (1996)
Escogí como punto de partida una cita de T. S. Eliot:
“La gente es aficionada a creer que existe una esencia
única de la poesía, susceptible de formulación (...)
Lo que el poeta experimenta no es la poesía, sino el
material poético.
Escribir un poema es una experiencia original, la
lectura de ese poema por el autor u otra persona es
cosa distinta”. De acuerdo con estas líneas, que
pertenecen al ensayo Función de la poesía y función de
la crítica, yo no creo en las “esencias”. Antes de
hablar de la poesía en abstracto, me importa encontrar
el tono y el ritmo de un poema, delimitar una
situación y hacerla inteligible, saber qué estoy
diciendo, y cómo. Me interesan cada vez menos los
discursos solemnes acerca de la trascendencia y el
carácter supuestamente sagrado de la palabra.
Algunos títulos de mis libros podrían funcionar como
resumen de una poética: así, el de la antología La
mirada infiel (1987 y 2000). La Mirada puede parecerse
a la memoria que ofrece imágenes sucesivas, acaso
enfrentadas, de una ficción inseparable del tiempo:
personajes que cambiaron una conciencia de
marginalidad relativa por la certeza de que el viaje
es una representación del deseo y la costumbre una
forma de la muerte.
La escritura desvela y, a la vez, encubre esa “leyenda
épica del yo” de la que hablaba Lacan. Somos los
supervivientes de esa leyenda: nos va quedando sólo la
memoria.
Al inicio de Restos de niebla (1981-1982) encuentro
dos citas que siguen pareciéndome reveladoras; la
primera, de Walter Benjamin, dice así:
“Porque la niñez es la que encuentra la fuente de la
melancolía, y para conocer la tristeza de ciudades
tan gloriosas y radiantes es preciso haber sido niño
en ellas”.
La infancia en Granada, hacia 1960, el recuerdo de una
ciudad desaparecida, maltratada por los desastres
urbanísticos, se asocia en Restos de niebla a la
evocación de una experiencia amorosa reciente, y así
se cierra el primer poema del libro, “Cruz de Quirós”:

“Después de tantos años,/
alguien recordará estas calles solas,/
sus raros ventanales,/
su exigua dimensión de laberinto/
y su belleza oculta./
Así vuelve su imagen:/
la huella de un deseo/
que resisite a la muerte,/
la luz de una ciudad,/
imposible ciudad/
tendida bajo un sol de invierno.”
A principios de los ochenta, me atrajo la lucidez de
Pier Paolo Pasolini, su denuncia de la hipocresía
moral del catolicismo y su forma de enfrentarse a los
conflictos de la historia reciente en su doble
perspectiva, privada y pública. Un libro como Las
cenizas de Gramsci –su huella está muy clara en
“Jardín inglés” y en otros poemas de Restos de niebla-
abría un camino diferente a la hora de plantear las
relaciones sociales, su lectura ideológica al margen
de cualquier dogmatismo, y propiciaba, al mismo
tiempo, un sentido nuevo de la melancolía: los
paisajes y los derribos de una ciudad eran también
paisajes de historia que contenían, a su vez,
fragmentos de un mundo personal huidizo,
contradictorio. La segunda cita que figura al
principio de Restos de niebla procede de las Memorias
de Adriano, de Margueritte Yourcenar: “El juego
misterioso que va del amor de un cuerpo al amor de una
persona me ha parecido lo bastante bello como para
consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan,
puesto que la palabra placer abarca realidades
contradictorias, comporta a la vez las nociones de
tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de
violencia, agonía y grito”. Las trampas del lenguaje
encierran otros espejismos que afectan directamente a
los sentimientos. Al comprender que el deseo puede
convertirse en ruina institucionalizada, tuve muy en
cuenta un comentario de Bernardo Bertolucci a
propósito de El último tango en París: “...un tipo de
comunicación que no se vive más que en el presente; en
el pasado es el recuerdo de una piel, de una forma, de
una mirada, de un olor, del olor del sexo.”
Pero también dijo alguna vez Bertolucci que la
memoria, desprovista de ironía, puede llegar a ser
abrumadora. Por eso conviene distanciarse de los
personajes que uno mismo ha ido proyectando: el
aficionado a los ambientes marginales, el fantasma de
la duda, el amante disperso (a veces bilingüe), sin
domicilio fijo. En Casa invadida (1989-1992) hay un
componente irónico que sirve para eliminar la
solemnidad y establecer una distancia; de mis libros,
es el más unitario en lo que se refiere a la elección
de un núcleo significativo, presente desde el título.
En nuestra época, la casa ya no es sólo un símbolo de
la memoria, sino de la versatilidad de los espacios;
igual que las figuras de los cuadros de Edward Hopper,
uno tiene la sensación de ocupar lugares
provisionales, interiores que perdieron su antiguo
valor estable de refugio. Un poema como “Salón
recreativo” indaga en los mecanismos de ficción
propios de un mundo organizado por la tecnología,
donde incluso la épica se convierte en un hecho
virtual; “Fábrica abandonada” vuelve a la
contemplación de las ruinas modernas (y, en cierto
modo, a la ruina de las ideologías); “N-340” es un
buen ejemplo de provisionalidad: el relato de una vida
en la carretera.
Otro título más reciente, Inventario del desorden
(1994-2002), apunta desde la paradoja –el inventario
es, por definición, un hecho metódico, un proyecto
ordenado-hacia el desorden como una de las posibles
metáforas del mundo fragmentario en el que nos
movemos.
La poesía fija su mirada atenta sobre ese mundo,
intenta percibir relaciones que están más allá de las
apariencias o de las superficies, distingue una base
de realidad a través de la dispersión y se instala,
así, en la complejidad de la vida. Esa misma paradoja
tiende a reforzar el sentido creador de la memoria:
alguien que recuerda también está inventando, en
parte, su propio pasado, y lo lleva al territorio de
la fábula. Sólo en esta línea puedo admitir el
significado de una “poética de la experiencia”;
trasladadas al ámbito de la ficción, la autobiografía
y la crónica exceden la naturaleza del documental. Si
la actualidad es la materia sobre la que trabaja el
periodismo, la poesía se centra en el presente, que
lleva en sí la duda y la nostalgia, las huellas de la
historia, los sueños, aquello que nunca llegó a
suceder, las otras vidas. El carácter ficticio del
presente, su continua disolución, es nuestra única
certeza posible; así se advierte en los apartados
“Calma aparente” y “El azar y el miedo”, de Inventario
del desorden.
Voy a enlazar, de nuevo, con ese cruce de memoria y
ficción que da título a estas líneas. Walter Benjamin
descubrió que pasear era una nueva forma de habitar
las ciudades: él quiso vivir y leer la ciudad como un
texto que ofrece indicios y revelaciones. Inventario
del desorden se cierra con una recreación del pasado
familiar, con las imágenes de Granada, la Granada de
hace cuarenta años:
“Si pudiese mirar por aquella ventana,/
si de repente oyera aquel rumor distante/
de las conversaciones mezcladas con el tráfico,/
es posible que allí,/
entre dos mundos,/
como una tregua en la ciudad cansada,/
resurgieran las mismas figuras fantasmales,/
las ruedas de los carros sobre el cieno/
en los días de lluvia,/
el mismo sol de invierno en las vidrieras/
y las voces ausentes,/
voces de una ciudad que ya no existe.
”Me resulta imposible entender la poesía al margen de
la vida; es evidente que la poesía no va a cambiar el
mundo, pero ayuda a situarse en él, a hacerse siempre
la misma pregunta: cómo explicar ahora este desorden.